El THYSSEN y los vinos
Un breve estudio comparativo y alegórico
Por Jesús Flores Téllez.
Enólogo, crítico de vinos. Premio Nacional de Gastronomía.
Para mí, la mejor síntesis del concepto de “arte” es aquella que lo define como “todo tipo de manifestación plástica del ser humano, capaz de conmover, sublimar”.
Así de sencillo, así de difícil.
La contemplación de un buen cuadro, como la liturgia de beber un buen vino, excita el ánimo, sublima el espíritu, evoca sensaciones, provoca la imaginación. Pero la desventaja la tiene el primero, porque debe ser capaz de todo ello a través de un solo sentido, el de la vista. Para un vino implicamos los cinco sentidos para que nos llegue al fondo del alma. No olvidemos que el vino es un ser vivo.
La colección del Museo Nacional Thyssen- Bornemisza, atesora grandes obras, y es capaz, como una bodega de grandes vinos, de erizarnos el pelo, tan solo aspirar los aromas del ambiente.
Los tonos de los vinos jóvenes, son claramente identificables con muchos de los cuadros del movimiento impresionista, donde se utilizan colores puros que se mezclan caprichosamente en la retina del espectador. El Impresionismo es, por primera vez en la historia de la pintura, una provocación a la imaginación que rompe con todos los antiguos conceptos escolásticos, hasta entonces irrebatibles.
Así en el cuadro de Vicent Van Gogh “Les Vessenots” pintado a las afueras de Auvers, podemos contemplar una amplia gama de amarillos, pálidos, verdosos y pajizos, que son claramente identificables, por ejemplo, con los tonos de un blanco de la variedad Albariño.
Son colores que anuncian espontaneidad, pureza, naturaleza, juventud y armonía. Fijaos en un lienzo pintado en mayo de 1890, semanas antes de su suicidio, y mantiene esa fuerza, esa intensidad en los matices de ese paisaje de Auvers.
La gama de rubíes, cerezas, tejas y marrones que solemos encontrar en los tintos más evolucionados tipo “reservas” o “grandes reservas” son tonos que hay que buscarlos, por ejemplo, en las obras maestras de la pintura clásica, cuando los grandes maestros, verdaderos alquimistas de la época, buscaban sus gamas de colores, mezclando todo tipo de productos naturales como: aceites, tierras, extractos de plantas…
Entre otros elementos, que seguro alguno de ellos podría ser hollejos de uvas tintas, que eran celosamente utilizados, que como el buen bodeguero juega con las distintas variedades de uvas, sus maduraciones, las distintas levaduras y los tiempos de fermentación.
En esta colección, podemos gozar de un cuadro que es todo un simbolismo. La Virgen del árbol seco de Petrus Christus (Siglo XVII), en él se aprecia un árbol, que bien podría ser una cepa, con indudable forma de copa de vino, soporta una bellísima y sosegada virgen con niño. El manto nos muestra majestuosamente, unos rojos, de cerezas hacia cardenal, incluso tejas, según a la distancia que lo observemos, como nos pasa cuando observamos un tinto maduro y profundo en una fina copa de cristal.
Otra obra claramente comparable a esos tintos maduros y con cierta vejez es “Venus y Cupido” de Peter Paul “Rubens”, donde aparecen conviviendo en armonía los tonos tejas con el rojo del terciopelo. Los grandes vinos son fruto de la artesanía y al final son obras de arte que se beben, al final son las únicas obras de arte que se pueden disfrutar bebiéndoselas con hedonismo.
Por Jesús Flores Téllez.
Enólogo, especialista en análisis sensorial y crítico de vinos.
Premio Nacional de Gastronomía.
Director de Aula Española del Vino.
Profesor del Curso de Sumilleres de la Cámara de Comercio de Madrid (IFE)...
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